La neurosis infantil del progresismo, por Carlos Quiroga


¿Qué es la plusvalía? Cuando Marx escribió sobre el fetichismo de la mercancía, lo hizo para desmitificar una pregunta aparentemente inocente. ¿Qué es lo que fija el valor de una mercancía? Marx afirmó que el valor de una mercancía se basa en el tiempo socialmente necesario para producirla. Es decir, le enseñó al burgués que su ganancia no provenía de la materia prima ni de sus máquinas, sino más bien del trabajo no pago a los trabajadores. Ese tiempo utilizado y no pago es, entonces, la plusvalía.

El burgués enterado de esto desarrolló todo en esa dirección.

Al contrario del Cristo en la cruz que dijo: «No saben lo que hacen», el burgués afirma: «Lo sé y lo seguiré haciendo». Al mismo tiempo, Marx informa al proletario que se le está sustrayendo algo. Su trabajo es una mercancía por la que no se paga lo que se debe pagar. Es decir que, por primera vez en la historia de la humanidad, amo y esclavo tienen el mismo objeto de deseo. Ese objeto, la plusvalía, será la piedra de toque de lo que se ha llamado la lucha de clases.

Sin embargo, hoy pasamos del racionalismo marxista al sentimentalismo progresista; los intereses de clase se abandonan por la «autenticidad», la «emancipación» y la «creatividad» del individuo. Se arma una comunidad de la ausencia de comunidad. El progresismo es una rebeldía de adaptación a las condiciones materiales del capitalismo de consumo. ¿Qué es ser un «progre»? ¿Cómo reconocerlo en la vida diaria? Esta pregunta es esencial para todos y todas, y en especial para el psicoanalista, si quiere ser un hombre o una mujer de su época, ya que el «progresista» es el semblante que impera, ya que es producido como discurso hegemónico.

El «progre» es como una anguila: se resbala entre las manos. Se ha convertido en una superficie extraplana que tiene la facilidad, como una vacuola, de fagocitarse a sí mismo y mimetizarse con el medio, sea este de la hechura que sea. El «progre», digamos, no cree en nada, no tiene referencia alguna que no sea relativa y temporal. No tiene «corpus teórico, no tiene cuerpo alguno, por lo tanto, no construye una filosofía política, ni siquiera constituye -como alguna vez lo pensara Gérard Pommier- una «ideología científica» concreta.

Ser «progre» es más una actitud reivindicativa producto de una «promesa» incumplida que se volvió «ofensa». No es de izquierda si por izquierda entendemos someterse al largo proceso del camino que los trabajadores recorren en la construcción de una distribución igualitaria, en la construcción de una economía planificada por un Estado fuerte dirigido por representantes del pueblo y defensores de los intereses nacionales y populares. El «progre» termina siendo un libertario anti Estado, como ahora lo son los libertarios que apoyan el mismo neoliberalismo naciente en los «sesentayochenta». 

El progresista es el resto del hombre de izquierda. Decepcionado por sus padres, solo quiere huir para adelante y enterrar el pasado. Así, entonces, se deshace de toda «deuda simbólica» y se hunde en el estercolero de la historia. En su afán por «lo nuevo», puede regresar a posiciones primitivas de la espiritualidad. ¿No es lo que atestiguan hoy «los libertarios» que resultan una farsa de aquella juventud de la «alianza patriótica»? Los jóvenes libertarios de hoy son los hijos o nietos de los izquierdistas de ayer.

El «progre» no tiene un proyecto político en el cual inscribir su nombre. Se anota como un misionero, un predicador de «manos limpias». Ser «progre» es realmente lo que se puede definir como lo que con Hegel podemos afirmar como «figuras de la locura», un infatuado o un alma bella. El «progre» es un loco, y la seducción que ejerce radica en la épica que asume: una épica de «las grandes causas morales». Él no es de izquierda ni de derecha, él es, por ejemplo, «un periodista independiente». Le encanta ser «el fiscal de la nación». Abraza las grandes causas sin estar dispuesto a los sacrificios que las grandes causas exigen.

El «progre» sustituye la experiencia real por un relato edificante, en el cual él es, a la vez, autor y protagonista absoluto. Así, el «progre se imagina paladín de un Otro idealizado, mezclando la aventura light, el turismo y la buena conciencia. Pero, si algo caracteriza al «progre», es su mirada turística sobre el mundo. El «progre» vive en la ilusión del compromiso con la mejora moral de la humanidad mientras exige todas las ventajas que esta sociedad execrable está obligada a ofrecerle.

Más que una ética, ser «progre» supone una «actitud vital» que rechaza todo proyecto político que no sea la pureza moral. Virtuosos misioneros morales, al menos conllevan con ellos mismos la infatuación de serlo. Nos confundiríamos si a esta actitud vital devenida ideología hegemónica la consideráramos «la nueva histeria». Lacan ha podido escribir el discurso de la histeria, así como el del amo, el del universitario y el del analista. Discurso es equivalente, en este punto, a vínculo o lazo social. De allí que todo vínculo social se funda en un discurso y no al revés. El «qué hacer» del discurso de la histérica es el «hacer desear», no el «hacerse desear», como reza la vulgata sobre las histéricas, sino «producir un lazo de deseos». La interpretación hegeliana de que «mi deseo por un objeto no resulta por las propiedades de ese objeto, sino más bien porque resulta objeto de un deseo de otro que a su vez yo deseo» es quizás un modo claro de dar cuenta de este «hacer desear» y de producir una cantidad increíble de saberes a los que no cesará de amar para destituirlos luego. Así las cosas, el «progre» no es el histérico o la histérica, sino más bien su desaparición en el consumo canibalístico.

El discurso del «progre» parece la representación social del discurso del capitalista que Lacan describiera como una farsa del discurso del Amo; para Lacan el discurso del capitalista es un falso discurso, ya que resulta un discurso que no hace lazo. El progresismo es una religión sin iglesias ni feligreses, una especie mutante y mimética que hoy es de izquierda, mañana de derecha, pero que no para de consumir. «iNo te rindas! ¡Un esfuerzo más para ser un ganador!», reza una falsa máxima «progre». En el progresismo, hay un imperativo articulado a tener que usufructuar los objetos prescriptos por la época. Este imperativo hace que cada individuo le venda el alma al diablo, es decir, su diferencia, con tal de gozar sin saber, y cuanto más acepta ese imperativo más alimenta la falta-de-gozar. Así es que el progresismo alimenta el «culto a los jóvenes». Su figura mítica es la del niño eterno, aquel que vive con los padres hasta entrados los treinta, que concluye su carrera y comienza una maestría, así como un doctorado, para luego seguir haciendo especialidades sin solución de continuidad.

El infantilismo se extiende por nuevas generaciones que, desde que comienzan su carrera a los 18 años, ya «sobran» en un mercado que no para de achicarse por falta de una planificación estatal de la educación superior que de inmediato sería catalogada de «soviética». El culto a la juventud genera, como dice Pascal Bruckner, «la desconfianza de los adultos, ver a la madurez como algo caduco, como un compromiso con las mentiras y fealdades del viejo mundo». El ideal del «progre» es la emancipación. Es preciso liberarse de todo empezando por el propio cuerpo, que es vivido como una cárcel. Y esto lo hace en nombre del cuerpo, afirmándolo como primera propiedad.

Al «progre» le encanta hablar de la grieta para no hablar de lucha de clases; de hegemonía y no de subversión; de universal y no de patria. El «progre» siempre hace empatar los argumentos, como si los argumentos no se empataran solos! Es por eso que hay que tomar posición al elegir ciertas razones y dejar caer otras; ese punto de «elección» es vertiginoso, sin apoyo y tiene el inmenso riesgo de caer en la pasión.

Al utilizar este método del empate entre los argumentos, el «progre» no solo se erige en la autoridad moral que reparte razones para unos y para otros, sino que, sabiéndolo o sin saberlo, contribuye a la anarquía general. Es porque los argumentos empatan que existe la autoridad. Pero, en la neurosis infantil del progresismo, ese concepto de autoridad que viene siendo materia de reflexión ética simplemente no existe, solo existen el amor y las buenas ondas. ¿Desde cuándo «somos el amor» es una consigna que arrasa con las voluntades? El establecimiento del «dispositivo cristiano» seguramente ha sido fundamental para afirmar la renegación de que es el odio la pasión primera, efecto de un afecto primordial llamado dolor. La renegación del dolor es socia del rechazo de la muerte como elemento de la vida cotidiana. La muerte se ha ido al cielo, es decir, a la vida; es entonces que la muerte vino a la vida en forma de «masoquismo moral». ¿No es un refuerzo de este masoquismo moral, panacea de toda neurosis, el que promociona el «progre»?

¡Ha nacido un nuevo imperativo categórico! A saber: «la voluntad de emanciparse». Hoy el progre es quien huye de sus determinaciones y busca libremente ser libre para no quedar afectado por nada, pero así termina esclavo de su locura. El ideal del «progre» es un proyecto poshumano alcanzado por la identificación con la no-identificación y así termina por fragmentar el lazo social.


Carlos Quiroga (1954, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2024 Ciudad Autónoma de Buenos Aires)

Practicó el psicoanálisis desde comienzos de la década de 1980. Realizó su práctica de enseñanza y transmisión en el Centro de Lecturas: Debate y Transmisión, del cual es cofundador. Fue titular de las Cátedras: “Teorías Psicoanalíticas contemporáneas” y “Abordaje psicoanalítico con niños y adolescentes” en la Facultad de Ciencias Sociales de la U.N.L.Z. Ha publicado artículos y cuentos en revistas nacionales e internacionales. Fue Director, Analista miembro y Analista de Escuela de la Escuela Freudiana de la Argentina y Cofundador de la Fundación del Campo Lacaniano. Creador junto a Sol Batista y Guadalupe Marando de la suscripción semanal “Quirogapresencia”. Algunas de sus publicaciones son: Ensayos freudianos por Ed. Oscar Masotta. Cadáver insepulto, venganza y muerte por Ed. Kliné. ¿Por qué no actúa Hamlet? por Ed. Letra Viva. El prójimo y lo abyecto por Ed. Letra Viva.