
En sus novelas El uruguayo (1973) y La ciudad de las ratas (1979) Copi pone en escena el acto de escritura: la redacción de las cartas que compondrán la novela que llegará al lector en otro tiempo y en otra forma, luego de ser recuperadas, compiladas, traducidas y editadas. Son las novelas del escribir la novela, de la novela en construcción, de la escritura antes de la obra. Cozarinski señaló que los espectadores de Les escaliers du Sacré Coeur asistían menos a la puesta en escena de una obra que a “la puesta en escena del autor en ese momento casi inasible en que sus personajes empiezan a desprenderse de él sin existir aún independientemente”. Algo semejante podría decirse de estos relatos, que captan el instante en que la novela comienza a desprenderse de él sin haber alcanzado la autonomía de la obra. La incursión en el género epistolar garantiza la escenificación de este umbral en el que quien escribe no es aún remitente y conserva todavía lo ya destinado a otro.
Las figuras del sujeto que escribió y del que escribirá, encarnadas simultáneamente por el yo proustiano de En busca del tiempo perdido –identificado al mismo tiempo y sin resto con su obra y su proyecto– son reemplazadas aquí por la del sujeto escribiéndose.
Los personajes de Copi son renuentes a la detención y a la consistencia, pero también a la pureza: jamás quedan adheridos a una imagen, pero se les pegan, hasta atravesarlos, todos los objetos del mundo.
Escritor, escritura, obra
En La preparación de la novela, Barthes explica su decisión de no publicar el curso sobre lo Neutro de la siguiente manera: “pienso que en la actividad de una vida hay que reservar siempre una parte para lo Efímero: lo que ha tenido lugar una vez y se desvanece es la parte necesaria del Monumento Rechazado”. Las novelas de Copi incluyen en la ficción ese momento en que la escritura todavía corre el riesgo –o goza de la posibilidad– de desvanecerse, justo antes de cristalizar en obra y volverse Monumento.
El Copi de El Uruguayo le pide al destinatario que tache, a medida que lea, todo lo que vaya a escribir. Así, dice, “al término de la lectura le quedará tan poco de este libro como a mí”. La fantasía operante es la de un libro que se desintegra, que se deshace como el nuevo mundo que el protagonista dibuja sobre la superficie indiferenciada de arena que deja la catástrofe y que el viento borra al día siguiente. Y como faltan ganas para redibujar el mundo, entonces se escribe, también sobre la arena.
Gouri ignora que el futuro de sus cartas es la novela epistolar. No escribe La ciudad de las ratas, que es el título que permite incorporar sus cartas traducidas, corregidas y editadas a la familia literaria, a la tradición de la novela inglesa. Escribe “lettres d’un rat”: lo que sus cartas fundamentalmente son resulta impronunciable, remite a lo gutural del lenguaje sin labios de las ratas, y se requiere todo un mecanismo ajeno a esta escritura para volverla asimilable y en última instancia publicable.
La obra futura se resiste o se ignora; lo efectivamente escrito o producido debe anularse y fundirse porque su supervivencia lapidaria mata al artista. En La ciudad de las ratas Gouri encuentra antiguos objetos de arte en una celda de la ciudad subterránea, y describe lo que ve en estos términos: “todo estaba manchado con excrementos de animales de toda clase, aunque tan viejos que no olían más, y se confundían con los objetos mismos, las pinturas y las inscripciones”. El producto artístico se confunde, se equipara con el excremento sin olor. El modelo no es el de la obra inmortal, sino el de lo que se degrada una vez que sale del cuerpo. En otro pasaje, la Reina de las ratas expone una hipótesis sobre el carácter mortífero de la obra de arte que permanece: “era de la opinión de que los humanos desaparecerían de la superficie de la tierra una vez que hubieran terminado de reproducirse totalmente en objetos de arte que nosotros guardaríamos como recuerdo”. La obra de arte es, desde este enfoque, una objetivación muerta que asesina a su autor. Aquí la Reina parece acordar con Barthes, que dice (junto a Sartre): “cuando escribo, al término de mi escritura, el Otro fija objetivamente mi subjetividad, niega mi libertad: me pone en la posición del Muerto. Ahora bien, desde luego, quien escribe […] acepta por un instante el monumento, en tanto monumento narcisista, pero como también embalsama, el escritor trabaja para deshacerlo.”
Desde este punto de vista, que es el del “prójimo”, pero también el del sujeto que convalida, al menos por un momento, la identificación con su obra, la producción de un artista es una sucesión de monumentos fúnebres: como recuerda Barthes, “el escritor […] quiere vivir aún […] pero la nueva obra hecha se solidifica, y así sucesivamente, hasta la muerte, la muerte carnal”. Pero esta no es la perspectiva de Copi ni la de los protagonistas de sus novelas, para quienes no se trata de “las obras de arte”, sino del arte “como trabajo y como vida” (la definición es de Aira).
En tanto se rechaza (se resiste, se posterga, se conjura) la noción de “obra” para privilegiar el arte como práctica, quedan excluidas dos posibilidades, dos modos de percepción o autopercepción del artista: aquella según la cual el artista es menos que su obra, y aquella según la cual el artista es más. La primera halla en Hegel uno de sus máximos representantes: “Lo supremo –señala– no es lo inefable, de modo que el artista sería en sí de mayor profundidad que lo que patentiza la obra, sino que son sus obras lo mejor del artista y lo verdadero: él es lo que es, pero no es lo que sólo permanece en lo interno.” Así como los individuos histórico-universales son, ante todo, lo que hacen y, una vez cumplida su misión, “semejan cáscaras vacías que caen al suelo” (Napoleón en Santa Elena), el artista vale por su producto; desde la perspectiva de la obra consumada, el agente se vuelve algo prescindible, un muerto.
Sobre la segunda manera de (auto)percepción del artista en relación con su obra reflexiona Barthes. Mientras que la postura hegeliano-marxista, próxima a la concepción clásica (“el yo es detestable”) censura al sujeto, él propone, más cerca de la concepción romántica (“el yo es adorable”), una reflexión a partir del yo, y más precisamente, del “yo ideal”, del Imaginario del sujeto que escribe o quiere escribir, del yo que afirma: “valgo más de lo que escribo”. Ese yo nunca coincide con su obra, es un espacio inagotable que la obra singular es incapaz de cubrir, es siempre más grande que su escritura, más agudo, más rico en emociones y experiencias.
Ya sea que se postule su superioridad o se proteste contra su insuficiencia, la obra aparece en ambos casos como Imagen del artista, como su versión mejorada o pobre, pero siempre detenida y entregada a la mirada mortífera del prójimo.
En las novelas de Copi sobre las que reflexionamos, como se dijo, hay un intento por evadir la perspectiva de la obra y evitar las trampas de la imagen. Sus protagonistas no sólo no quieren o no pueden vislumbrar la obra futura, no sólo olvidan o descuidan lo escrito, sino que además anulan a ese prójimo que será su futuro verdugo, esa mirada que inevitablemente los identificará con sus productos.
El Copi de El Uruguayo se vale de la descalificación para suprimir al destinatario de sus cartas, al que llama “viejo boludo” y “pelotudo”. El “Maestro”, por otra parte, aparece signado por lo opuesto a la movilidad, a la fluidez que los protagonistas parecen defender: la inclinación a detenerse. “Lo que me asqueaba de usted, dice Copi, (y lo que habría hecho insoportable su compañía en este viaje) es su manía de detenerse a cada momento para tomar notas de lo que ve”.
El “Maestro” al que Gouri destina las cartas en La ciudad de las ratas, por su parte, también se halla inmóvil durante buena parte de la novela, ya que sus tres costillas rotas lo obligan a guardar reposo en su departamento. Y Gouri lo “mata” en más de una oportunidad. Doblemente en este pasaje: “Hoy murió un humano en su edificio: espero que no se trate de usted; sea como sea, voy a enviar la carta esta misma tarde, esperando que no se haya muerto de pena por no tener noticias mías”. Y una vez más cuando relata el diluvio del que sólo se salva la Île de la Cité, y que anega al resto del mundo, incluido el departamento del Maestro.
A esta serie de resistencias a fijarse en la identificación con la obra habría que agregar que los personajes de Copi suelen evadir, también, la identificación con su propio yo, o lo que Lacan entiende por “locura”. “Conviene remarcar –señala Lacan en “Acerca de la causalidad psíquica”–, que si un hombre cualquiera que se cree rey está loco, no lo está menos un rey que se cree rey”. La potencialidad de la locura es la potencialidad de que la discordancia fundamental entre el yo y el ser sea recubierta por la identificación inmediata del sujeto con una imagen, con sus ideales, con su yo ideal, sin mediación de un tercer término (que para Lacan es el Otro, más allá de cuáles sean sus encarnaduras). “Creer en el yo, como tal, es una locura”, dirá Lacan en el seminario de 1954-55. Y creerse este yo, implica, para el autor de “Acerca de la causalidad psíquica”, una “estasis del ser”, un punto de fijación, una detención del “desarrollo dialéctico”.
Lejos de la locura en este sentido, los protagonistas de Copi cumplen sus roles como si de roles actorales se tratara, sin identificarse enteramente con ellos, como el actor brechtiano. Es probable que esta ausencia de locura se perciba mejor en aquellos relatos donde el personaje se mantiene a distancia de un rol que fácilmente se prestaría a la infatuación. En esos casos, se cuestiona el reconocimiento desmesurado por parte de los otros, o se lo acepta con sobriedad y recelo. El personaje actúa de acuerdo con el papel asignado, pero no se lo cree. El Copi de El Uruguayo no sólo se queja de la “banda de alienados” que lo persiguen dándole nombres y fijándole una identidad absurda (“para él yo soy para toda la eternidad la palabra ‘periódico’ o bien el que ha robado sus periódicos”); considera además la idea de su canonización “perfectamente ridícula”, y la acepta a condición de que permanezca anónima, no reconocida. La canonización, por otra parte, coincide con su devenir rata: pierde los labios, que en La ciudad de las ratas funcionan como rasgo de humanización, se va a vivir a una madriguera y de ese modo consigue pasar desapercibido, ser “tomado por uno de los suyos”. Convendría detenerse en un detalle de esta secuencia: Copi deviene rata al perder sus labios, se mira en el espejo, y ríe. En La ciudad de las ratas hay una secuencia que funciona como reverso especular de esta. Gouri se metamorfosea en hombre, ve en el espejo que le han crecido labios (“una suerte de hemorroide que ustedes llaman labios”) y esto lo hace “vomitar de repulsión”. No es casual que las secuencias en las que aparece el espejo, emblema de la identificación, no coincidan en Copi con un reconocimiento y una afirmación del ser, sino con una metamorfosis, un devenir, un extrañamiento respecto de sí mismo.
Escritor, escritura, mundo
Hay otro aspecto de la locura conceptualizada por Lacan que también se elude en estas novelas de Copi. Recordemos que Lacan elabora el concepto a partir de una reinterpretación de la figura del “Alma Bella” de Hegel, o del modo en que ésta fue interpretada por Kojève en sus cursos sobre la Fenomenología del Espíritu. La posición del Alma Bella supone la protesta contra un mundo en cuyo desorden no se reconoce la proyección del desorden propio. Posición “insensata”, dirá Lacan, porque “el sujeto no reconoce en el desorden del mundo la manifestación misma de su ser actual, y porque lo que experimenta como ley de su corazón no es más que la imagen invertida, tanto como virtual, de ese mismo ser”. La locura es, pues, identificación con una imagen invertida (el propio desorden como orden) y distanciamiento del mundo, al que se atribuye el propio caos. El Alma Bella, asociada al poeta romántico, es pura contemplación (estética) de sí. Como ante todo le preocupa su pureza interior y poder enunciarla, es incapaz de actuar verdaderamente y, continúa Hegel, “confiarse a la diferencia absoluta” porque le falta “la fuerza para alienarse, volverse cosa y soportar el ser”.
En las antípodas del apartamiento del mundo, la autocontemplación y la inactividad propios del Alma Bella, los protagonistas de Copi abrazan activamente el caos del mundo con la escritura de la que nacen una y otra vez.
En El Uruguayo escritura y mundo comparten la misma lógica. El narrador redacta un texto que imagina desintegrándose a medida que avanza, y cuenta sus experiencias en un mundo en el que –como en buena parte de las historias de Copi– nada permanece: la ciudad es sepultada por la arena y redibujada sobre ella; los uruguayos mueren varias veces, perecen carbonizados en la catástrofe y finalmente resucitan. La arbitrariedad que rige en la redacción de las cartas, que no responden a una disciplina ni a un programa, sino a las “ganas” y al humor del que las escribe, es la misma que rige en el mundo diegético, que avanza a “golpes de teatro”. Como si vivir fuera escribir, y escribir, la vida.
Tomar la palabra es participar de la promiscuidad del mundo, entregarse a la mezcla. En El uruguayo, nombrar es inventar un espacio pleno que aloja compulsivamente al que habla: “cada persona ocupa un lugar” y “todo puede ser un lugar desde el momento en que ellos pueden darle un nombre”. El lugar que habitan los uruguayos de Copi puede ser “la mitad de un pan”, “un salchichón, un azúcar y un jardín”, “el mar y la tierra” o “el sistema solar”, pero también otro uruguayo. De la “propiedad” sólo queda el nombre cuando se han disuelto las fronteras, las clasificaciones y los límites del cuerpo.
Que no se escribe apartado del mundo, sino con el mundo, es algo que en La ciudad de las ratas adquiere un sentido literal. La escritura no sólo reproduce la experiencia del mundo y lo admite en toda su riqueza –“escribo todo lo que veo” , dice Gouri– sino que se hace con lo que el mundo ofrece: “aprovecho para terminar esta carta en un trozo de papel de ‘France Soir’ que Mimile usó para limpiarse el ano, y cuyos restos de excremento me sirven como tinta con la que unto la punta de un fósforo”. Las ratas son expertas en el uso de lo que ofrece el mundo en sus múltiples niveles. Emplean lo que proviene de la naturaleza (raíces, cardos), del mercado (trajes de muñecos, tapitas, escarbadientes), del Palacio de Justicia, de la catedral, del museo (los trajes de los jueces, las túnicas de los curas, la peluca de María Antonieta), y del hombre en todas sus dimensiones: desde la cultural (influencia de las lecturas de infancia sobre Gouri) a la corpórea (piel humana, excrementos).
Este uso puede ser pensado a partir de la categoría de “profanación” de Agamben, en la medida en que no se trata de un uso deliberadamente transgresor, sino más bien negligente, pueril, inocente. La profanación, de acuerdo con Agamben, es una forma especial de negligencia, un uso que ignora la separación, la jerarquía entre las esferas, y puede compararse con el juego del niño, que transforma en juguete lo que pertenece a la esfera de la economía, de la guerra, del derecho, y de otras actividades que acostumbramos a tomar como serias. Y todo se emplea indistintamente, sin ánimo de ofender, con la inocencia del niño y de las ratas.
Así como las jerarquías están suspendidas en el plano del uso, también lo están en el plano de la escritura. Gouri “escribe todo lo que ve”, y lo que ingresa a su escritura está exento de evaluación, al menos de una evaluación conmensurable con la de la sociedad humana. Cuando juzga lo hace a partir de su propia escala de valores; las jerarquías culturales, las divisiones entre comportamiento aceptable y delictivo, los modos en que la sociedad ha tipificado las conductas punibles le resultan ajenos. De allí que el primer episodio protagonizado por Nadia y Mimile pueda concebirse, desde la perspectiva extrañada de la rata, como un amamantamiento, y que sólo en ese mundo paralelo y desdoblado de los hombres, el mundo al que pertenece el traductor, reciba el hecho la calificación de abuso, y Mimile, la condena ausente en el mundo de la rata.
La escritura de Gouri lo acoge todo del mismo modo, despojada de la reprobación o reverencia habituales. Y no por gusto del escándalo, sino en virtud de una nueva clase de inocencia, de un elaborado olvido de la distinción entre el bien y el mal. Tal vez sea esa la razón por la que Gouri escribe por segunda vez el Génesis bíblico en esa versión revelada por el Dios de los Hombres. La escritura de Gouri, en la que quedan suspendidas las jerarquías, las divisiones, las clasificaciones –como en toda la literatura de Copi– parece ejecutar el programa imposible que Kleist propone en su ensayo Sobre el teatro de marionetas: el de caer una segunda vez, el de volver a comer del árbol del conocimiento del bien y del mal para empezar de nuevo y recobrar no ya la inocencia –vana pretensión de las Almas Bellas–, sino la gracia perdida en la primera caída.

Guadalupe Marando (1979, Buenos Aires)
Es Doctora en Letras, psicoanalista y miembro del Centro de Lecturas: Debate y Transmisión, cuya Comisión Directiva integra actualmente. Colabora, también, en el Grupo Savoy de Rosario. Tradujo ensayos, cuentos y novelas del inglés y del francés. Copi fue lo que más le gustó traducir.
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