Deseo y amor: dos lógicas contrapuestas, por Florencia Abadi


A Carlos Quiroga

I

Si concebimos el deseo y el amor como lógicas –y no como sentimientos–, se observa que estas no solo son distintas sino opuestas. A la lógica del amor pertenecen la alianza afectiva (o complicidad) y el cuidado; a la lógica del deseo, la rivalidad y el peligro. La oposición entre estos elementos es clara: el rival es lo opuesto del aliado y, por definición, no se lo protege. En este sentido, el sintagma “amor erótico” es un oxímoron. Aun si ambas lógicas conviven necesariamente en nosotros, tal convivencia no es pacífica, sino que cada una opera a expensas de la otra. Se desea a expensas del amor y se ama a expensas del deseo.

A los elementos mencionados, se agregan otros cuyo antagonismo es patente. La lógica erótica está determinada por la discontinuidad, la crueldad, la curiosidad; la del amor, por la continuidad, la piedad, el respeto. La correcta apreciación de estas tensiones exige despejar la confusión en torno al término “amor”. En la tradición de la filosofía circulan tres significados principales: philía, el amor amistoso –que responde a la idea de alianza–; agápe, el amor compasivo –que responde a la idea de protección–; y éros, el amor erótico –que responde al deseo–. Esta traducción de éros (deseo) por amor ha sido un modo en extremo astuto de velar el conflicto entre ambos, y revela la intensidad del sufrimiento ligado a ese conflicto, que ha exigido tal ardid mimético.

II

La relevancia de la rivalidad en la lógica erótica ha sido explicada extensamente por René Girard. Su obra enseña que, en la medida en que es otro quien incita nuestro deseo, quien indica el objeto a desear a la vez que lo disputa, el mecanismo del deseo está basado en la existencia de un mediador o modelo-rival. La mediación que exige el mecanismo deseante ha sido representada de diversas maneras: la flecha de Eros o Cupido (cuando Cupido se enamora de Psique, ¡él mismo tiene que clavársela!), y también los brebajes o filtros mágicos que enamoran a quien los toma. En el deseo, es necesario que exista una exterioridad, un celestino. ¿Y qué es lo que hace un buen celestino? Nos sugiere, con mayor o menor sutileza, que se siente atraído por esa persona que nos propone como objeto de nuestro deseo. Insinúa que, de estar en condiciones, él mismo buscaría establecer un vínculo erótico con esa persona. Es decir: se ofrece como rival en el deseo, hace del objeto que nos indica un objeto de disputa. Cupido es hijo de Marte, dios de la guerra.

La mediación exterior cumple además la función más evidente de indicar la falta de libertad del deseante. El objeto de deseo se nos impone. En este sentido, el carácter posesivo del deseo no consiste tanto en el anhelo de poseer al objeto que se desea, como en el hecho de que quien desea está poseído (por su impropio deseo). Y es precisamente el hecho de que no podemos resistirlo lo que nos da la certeza de que deseamos, la certeza de estar enamorados. Quien desea se defiende, jamás se convence. Tal situación –que no podamos resistir nuestro deseo, que nos defendamos de él inútilmente– conlleva un odio. Donde hay pasión erótica, hay así odio: este puede depositarse en la persona deseada, en un amor del pasado de esta, en sus padres, sus hijos, etc. Por decirlo de algún modo, en lo que hace a la esfera del deseo, a alguien hay que odiar.

III

La lógica del amor tiene en la alianza cómplice uno de sus pilares fundamentales. Establece un nosotros, brinda la idea de una fuerza superior a la del yo. Pero además, el carácter servicial del amor tiende a anteponer los anhelos de la persona amada a los propios. En ambos sentidos, y a partir de gestos simples y cotidianos, el amor hace fracasar el egoísmo que los pesimistas consideran naturaleza humana.

La alianza afectiva y el cuidado exigen cierta previsibilidad, es decir, contar con el otro, con que el otro va a estar allí si lo necesito. Esa previsibilidad es el mayor enemigo de la lógica erótica, que se alimenta por el contrario de cierto peligro, de lo que se abre a la novedad, de la caricia cuyo recorrido incierto se sustrae a lo mecánico. Lejos de lo predecible y seguro, lo erótico está sometido a la discontinuidad: en el instante en que la flecha de Eros se clava, nos enamoramos, y si la flecha se dirige hacia otra meta, el deseo cambia repentinamente de objeto. Las alas de Eros expresan también esa volatilidad, “le permiten hurtarse y es difícil ordenarle los movimientos” (Ovidio). Un gesto fugaz puede erotizar o deserotizar súbitamente. Esa es la lógica del deseo, por eso está vinculada al temor y a la ansiedad, que expulsan todo aburrimiento (etimológicamente, lo que carece de horror). A pesar de su fuerza, el deseo no es nuestra verdad ni lo más profundo de nuestro ser, sino más bien un efecto de superficie que rechaza todo cariño sedimentado en el tiempo.

La lógica del amor supone, en cambio, la continuidad, un hilo que es también de la memoria: en el ámbito amoroso, es una ofensa olvidar los hitos y detalles que construyen el relato del vínculo, la historia del amor. Recordar no es un acto cognitivo, sino que remite, como revela la palabra misma, al corazón. Como muestra el mito de Ariadna, ese hilo de la memoria amorosa es el que permite salir del laberinto, es decir, de la paranoia. La razón es incapaz de resolver por sí misma el enigma: Teseo –humano– no tiene a nivel intelectual la menor ventaja sobre el Minotauro –animal– en la elucidación de la solución; solo ha conseguido un hilo, es decir, el amor de Ariadna. Luego de triunfar sobre el Minotauro, el conquistador deseante huye con ella, pero se la olvida dormida en la desolada isla de Naxos, y la abandona.

IV

La crueldad de la lógica erótica excede en mucho a las maliciosas travesuras del niño del carcaj, con sus flechas caprichosas e invasivas. Por un lado, remite a la herida narcisista que provoca de por sí el deseo. El sufrimiento narcisista es en extremo agudo –lleva de hecho al suicidio, como lo muestra la figura del propio Narciso– porque la imagen se vincula a la idea de dignidad. La experiencia de falta de libertad se traduce en humillación y ridículo. Los niños se burlan del enamorado, y no solo ellos. El ridículo, el ridere de los demás frente a nuestro traspié, tiene su representación más clara en la caída, metáfora privilegiada del deseo (we fall in love, on tombe amoreux). En contraste con la burla, la complicidad de la lógica amorosa es condición del humor, consuelo intramundano y recurso primordial para redimir los dolores de la existencia.

La lógica erótica se alimenta además de otras operaciones de la crueldad, como provocar, desafiar, exhibir y espiar. Recurre a la morbosidad y a excitaciones fuertes. Quizás estos actos sean requeridos para mantener el estado de vigilia, y la ansiedad y el odio cumplan una función para despertarse. Si algo sabe de sí mismo el deseo es que su problema no es encontrar alimento, sino más bien estimular el hambre.

V

La piedad amorosa, antagonista de la crueldad erótica, cumple la función de sostener la escena cuando el deseo decae. Aunque la mentalidad contemporánea se disguste frente a la asimetría que supone la piedad, su gesto sutil no puede equipararse a la empatía o la compasión, a la idea de padecer o sentir con el otro de manera horizontal. La escultura de Miguel Ángel que lleva ese nombre muestra a las claras la función piadosa: María sostiene sin expresión de dolor en su rostro lo que ha desfallecido; carente de fuerzas, Jesús se apoya plenamente en el regazo de ella. Si el erotismo es condicional –la condición es el deseo, las ganas–, el amor piadoso es incondicional porque permanece allí cuando el deseo muere, cuando no hay ganas. La piedad trasciende el aburrimiento, el miedo e incluso el asco.

Llevado hasta sus últimas consecuencias, el amor es ese resto o sostén que hace falta cuando no hay deseo: mientras el otro nos gusta, no es preciso amarlo. Es por definición compasivo porque tiene su razón de ser en la fragilidad y la imperfección; lo perfecto no puede amarse, solo puede venerarse, idealizarse.

VI

La crueldad puede definirse como aquello que desgarra los velos que cubren lo que no toleramos ver o saber. En ese sentido, es hermana de la curiosidad, que tiende a transgredir un límite y en ese acto no solo transforma sino que destruye el mundo tal como existe hasta ese momento. Después de comer el fruto prohibido, ya no habrá jardín del Edén –y debemos agradecer a Eva habernos sacado de un paraíso mortífero y estático. El deseo tiene con la curiosidad esa relación cardinal: pone en movimiento. A la lógica erótica pertenece en ese sentido el conocimiento, la búsqueda de la verdad, la creación de lo nuevo y la destrucción de lo viejo. Al amor pertenece en cambio la sabiduría, que no busca la verdad sino la felicidad, que se sustrae a la rivalidad por definición, cede, y si bien no crea se orienta a preservar la vida.

El acto piadoso sostiene el velo, y permite así que el goce de la verdad no profane el espacio de intimidad amorosa. En ese sentido, detiene el impulso curioso, no espía ni exhibe, cultiva el respeto que se sustrae a la lógica erótica del spectare y el enigma. El respeto amoroso aparece allí donde el misterio cae, no por resuelto, sino porque no existe como tal, sino únicamente como proyección deseante. No hay más enigma que el que proyecta quien desea, quien se asombra, quien inviste el mundo con su propio interés: ni el cielo estrellado ni la muerte ni tampoco la mujer son de suyo ningún misterio.

VII

El sujeto deseante abre los ojos y mira, coloca fuera de sí la energía libidinal de esa mirada, inviste los objetos y personas allá afuera. Si es más ansioso, la mirada será más alerta; si la ansiedad debe disimularse, mirará de reojo. Mirar no es simplemente ver, sino que implica, en todos los casos, la acción de proyectar. Por eso, el deseo está vinculado, de manera esencial, a la paranoia. Se proyecta fuera la ansiedad, el temor, el odio, y se crea así la sensación de aislamiento que las refuerza. El deseante mira y mira, pero no ve los hilos que unen todo lo que existe.

El hilo de la lógica amorosa zurce aquello que el primitivo deseo paranoico ha desatado (enloquecido). La esencia del amor, su carácter necesario y hasta urgente, reside en que trae de vuelta de la proyección persecutoria. Los grandes mitos modernos sobre la soledad (Robinson Crusoe, Frankenstein, El principito, etc.) detectaron con claridad que ese lazo procede, en sentido estricto, de la amistad, es decir, de aquel aspecto del amor que remite a la alianza afectiva. “Sean amigos míos, estoy solo” (El principito). En el lazo amoroso la confianza (ciega por definición) favorece la paz, hermana del amor. Lo esencial –la unión entre personas– es invisible a los ojos, no porque estos no puedan verlo, sino porque se alcanza a ojos cerrados.

VIII

Que las lógicas del deseo y el amor sean opuestas, y que una actúe en detrimento de la otra, no quiere decir que el único modo de interacción entre ambas responda a la tensión. Las lógicas interactúan también bajo un modelo de transmutación de una en la otra. Tal posibilidad la brinda el carácter alquímico del amor, que transmuta la rivalidad envidiosa de la lógica erótica en admiración, habilitando la alianza afectiva. Esto puede verse en diversos mitos en que aparece la figura de los amantes rivales. Meleagro y Atalanta libran un duro combate luego de que Meleagro caza a la osa madre de Atalanta (quien la amamantó cuando fue abandonada en el monte por su padre, que no quería una hija mujer), pero durante la batalla los eximios cazadores se enamoran y establecen una cerrada alianza. Similar es la historia de Teseo y su compañero de hazañas, Piritoo, el único rival que encuentra luego digno de su fidelidad. Si se tiene un sabio margen para esa transmutación, el codiciado brillo del rival puede convertirlo en el más ventajoso aliado.


Florencia Abadi (1979, Buenos Aires)

Es Doctora en Filosofía y ensayista. Sus últimos libros son El sacrificio de Narciso y El nacimiento del deseo.