El día de la paloma, por Juan José Becerra


Escuché los gritos de los chicos y grité: “¡¿Qué pasó?! ¡Por Dios! ¡¿Qué pasó?!”, como una manera de decir que estaba atento al llamado y en camino hacia los hechos. La gata trataba de matar a una paloma en el living bajo una nube de plumas blancas y grises. De un nervio le colgaba un ojo, una lágrima esférica y amarilla, como de plástico duro. El otro, directamente no estaba en su lugar (era una gota plana sobre el piso).

Agarré la gata de los pelos. Tenía el lomo encorvado por el odio biológico. La tiré por la ventana hacia el parque, y me puse a pensar qué hacer. Haber interrumpido un hecho de la naturaleza significaba que sólo quedaba esperar que fuese retomado por los impulsos que lo motivaron. Cerré la ventana para detener la realidad. Las garras de la gata rascaban el vidrio. Estaba desesperada, tratando de anudar el hilo de la acción que yo había cortado. La paloma quedó embriagada por la paliza. Ni ella sabía si estaba viva o muerta. Que la gata no estuviera cerca para rematarla una vez que ya había asumido el mensaje superior que le llega a las presas cuando se presenta el predador, la desorientaba todavía más que la falta de ojos.

Recordé algo que en apariencia no tenía nada que ver con lo que estaba pasando y la actualidad empezó a tener otro sentido, un sentido postergado. Una noche de verano volvía a casa escuchando música y cantando en el auto con el techo corredizo abierto. No había luz en la ciudad, salvo la de los semáforos intermitentes. Paré en un kiosco a comprar una botella de agua y entré al auto. Para abrir la puerta tuve que pedirle permiso a un borracho. Se corrió unos metros. Flameaba. Me pidió que lo llevara a la casa. No le contesté. Me fui, pero di la vuelta a la manzana porque algo de él (o de mí) me intrigaba.

Volví a verlo en medio de la calle, insultando al conductor de un auto que le rozó el codo con el espejo. Otro auto le tocó bocina e iluminó su camiseta del PSG con grandes manchas de grasa. Pensé en detenerme y llevarlo. ¿Por qué no? Les hice mil favores a personas con menos necesidades. Pero seguí, y al día siguiente vi por televisión que un camión lo había aplastado. El cuerpo estaba en el asfalto sobre un charco de sangre negra y el dueño del kiosco donde yo había comprado el agua le contaba a la cámara cómo había sido el accidente. Después llegó la mujer, llorando, y dijo que el hombre era mecánico de motos, pero desde que se había quedado sin trabajo bebía y deambulaba por la ciudad y llegaba tarde a su casa, cuando llegaba.

Creo que soy responsable de haber matado, aunque más no fuese un poco, a ese hombre que ahora reencarnaba en la paloma herida. No hacer nada por nadie es la modalidad más eficaz del crimen perfecto. Es cuestión de dejar que la violencia corra en cualquiera de sus formas, sea como camión en la noche sin luces o como gata que espera el momento de que una paloma baje a la tierra a beber.

Beber es una trampa mortal. En realidad, la necesidad es una trampa. La necesidad de cualquier cosa, y la de beber es básica. La paloma quedó sin ojos por unos tragos de agua; el mecánico murió por beber de más, para olvidar, que es otra necesidad básica si lo que se quiere vivir. Que me digan si no es necesario olvidarse de uno. De lo que uno es, de lo que uno hace, de lo que le hicieron, del lugar hacia donde uno va como una flecha lanzada por una mano oculta. En fin. No quiero filosofar. Tenía que salvar la paloma. Tenerla en el living alteraba la dinámica de la casa. Cagó la alfombra con un líquido blanco del espesor de una pintura de látex. Sara me dijo: “supongo que a eso lo vas a limpiar vos, ¿no?”. La miré sin contestarle, y en el silencio que le dediqué los chicos le reprocharon prestarle atención a la limpieza, a la pureza, en una situación de vida o muerte.

Cada tanto, la paloma daba unos pasos sin orientación, como buscando algo con el cuerpo. Los chicos le acercaron pan al pico, pero no lo abrió. Giraba la cabeza en sentido contrario a la oferta y quedaba inmóvil, con la gota de sangre que le había quedado en el hueco vidrioso del ojo, donde se reflejaba la luz de una lámpara de pie. Tenía algo de paloma de juguete. Las plumas, con sus hilos cerrados, parecían de una tela impermeable, como de plástico, y no aportaban movimiento. Hasta que en un momento las alas se abrieron y cerraron varias veces, con un ruido a velas de barco sobre las que golpean los filos del viento (supongo que lo hacía para reordenar los desarreglos de su equilibrio).

Era un alivio para mí que no manifestara el dolor por medio de una voz. En eso era como los insectos, a los que nunca cuesta  matar. Se piensa en matarlos y se los mata. Entre una cosa y otra no hay nada en ellos que se parezca a la súplica ni, en nosotros, algo parecido a la piedad.

La gata maullaba afuera. Alcé la paloma. Me sorprendió que su peso no tuviera relación con su volumen, como si fuese una paloma hueca, sin órganos, sin carne. La metí en una caja de cartón, la cerré, dejé pasar a la gata al living y apoyé la caja en el piso del patio. La gata detectó el engaño y golpeó la puerta con sus patas para salir. Tenía sed de sangre, los ojos verticales, las orejas aplanadas. Como me dio miedo le pegué una patada y después le di alimento balanceado, que no comió. Tomó agua y se acostó en el piso, al que golpeó con latigazos de la cola mientras maullaba con voz de bebé.

Durante un rato miré un poco de televisión y otro poco la conducta de la gata, que era de recuperación del espacio. Caminaba por los rincones y se detenía como un perro antinarcóticos en los puntos de la alfombra donde habías rastros orgánicos de la paloma. En un momento masticó algo y me agaché para ver mejor. Tal vez fuera el ojo de la paloma que finalmente se desprendió del nervio del que colgaba cuando la metí en la caja. No lo sé. Lo que fuese tenía la consistencia gomosa de un chicle porque a la gata le costaba tragarlo.

Empezó a llover, así que entré a la paloma y saqué a la gata y la historia del principio se  repitió con más violencia. La gata se estrellaba contra las ventanas, gritaba, rascaba la puerta,  mientras la paloma, afuera de la caja, regresó a su quietud. Luego tomó unos tragos de agua que le di en una tapa de gaseosa y quiso volar. Pero sólo pudo arrastrarse de costado, rengueando, apoyando la punta de un ala en la alfombra para no caerse, y volvió a plegarse hacia la inmovilidad.

En la cama di vueltas. Me molestaba todo. Los truenos, la lluvia contra las chapas, los discursos que da Sara en idiomas desconocidos cuando alcanza las profundidades del sueño. Pero mi principal molestia era no saber qué hacer con la paloma, ese suspenso moral insoportable que se produce cuando algo de los demás depende uno. Y esta paloma era algo de “los demás”, en este caso algo de mis hijos quienes, apenas se levantaran a la mañana siguiente, me preguntarían qué había hecho o dejado de hacer por ella.

Me vieron salvarla, fascinados por la violencia de la gata y su espectáculo de superioridad. Pero no estaba salvada. No podía volar, y mucho menos lo haría en la tormenta. Estaba sobreviviendo en el interior de una pausa que no se sabía cuánto iba a durar y que, mientras durara, tenía la forma de una tortura, la peor, que es la de esperarla y que no llegue.

Su vida estaba en mis manos. Los ruidos de la tormenta transmitidos a las paredes, los techos, los árboles del parque, las vibraciones de las ventanas y las puertas ocultaban los que pudiera hacer la paloma en el living, sin que yo recordara si la había dejado adentro o afuera de la caja. ¿Estaba adentro? ¿Estaba afuera? Bajé las escaleras. La caja estaba abierta y acostada, lo que significaba que la había dejado adentro y, en la desesperación del encierro y el terror adicional de los truenos, logró escaparse.

La encontré en la cocina, detrás de la heladera. En la soledad de la noche, su presencia era un problema de adaptación: de ella al espacio desconocido e invisible, y de mí a un pájaro en la casa. Tenía que leer sus movimientos como voluntad de algo que no tenía con qué vincular. ¿Voluntad de vivir sin volar? ¿Qué sentido podía tener eso para una paloma?

Como no podía dormir leí algunos artículos sobre el suicidio de los animales. No me quedó claro el nivel de autodestrucción al que eran capaces de llegar. Los enciclopedistas estaban desorientados tanto o más que yo. Se mencionaban los suicidios colectivos de las ballenas piloto en  Australia, y el caso de unas trescientas ovejas que se lanzaron al abismo en Irlanda, pero digan lo que digan eso para mí no es suicidio sino crisis de especie en los dos casos. El suicida no pacta con nadie; a lo sumo, en un acuerdo por amor, pacta con su amante, pero la verdad es que si no hay soledad no hay suicidio.

Pero ¿cómo podría suicidarse una paloma que no puede volar, que apenas camina?, ¿y para evitar qué mal mayor? Uno podría decir, desde el punto de vista humano: el de vivir. O el de sentirse acechada por la gata loca, cuyas ansias de matar no morían. Quería terminar lo que había empezado, y yo se lo impedía por pudor, para no ver la carnicería, esperando en vano que se cansara y se durmiera.

La tormenta arreciaba  y de golpe se armaba en el aire un vacío total en el que, curiosamente, la gata no se manifestaba, como siguiendo las indicaciones de una naturaleza superior. Tampoco la paloma, a la que regresé a la caja junto con unas piedras que le hicieran imposible el trabajo de volver a volcarla para escapar.

En mi cabeza el problema crecía sin una solución. Volví a la cama y la vi a Sara tendida boca abajo. Los rayos volvieron y su luz de pista de baile entró por las ventanas y cubrió su piel de un reflejo azul. A veces yo lograba que en la confusión de la noche ella cediera a mis asaltos, para el que tenía dos métodos. Uno, el más elegante, consistía en acariciarla desde la periferia hacia el centro. Entonces, ella cedía o no cedía según lo que dictara la reacción de su cuerpo, la mayoría de las veces dormido, sin que yo supiera si me aceptaba o rechazaba a mí o al hombre con que estuviera soñando. Con el otro método, directamente la clavaba y entonces, sí, ella se despertaba, tarde para impedirlo, y me dejaba terminar solo, “prestándome” su carne sin acompañarme.

Su posición sobre la cama era cómoda para lo que yo pretendía, lo que no era otra cosa que sacarme de encima en dos o tres minutos la tensión de la noche y volver a pensar en la paloma con algo de alivio. La alumbré con el teléfono. Sara estaba durmiendo sin pijama, con las piernas en posición de 4, boca abajo. Era cuestión de correrle la bombacha y entrar y salir a toda velocidad, pero un trueno la sobresaltó y si bien siguió durmiendo, los indicios del peligro la hicieron girar y quedó boca arriba, con las piernas abiertas y los brazos extendidos en cruz.

No hizo falta correrle la bombacha porque en el desplazamiento se corrió sola. Me acerqué caminando de rodillas sobre la cama y entré de golpe a su túnel. Reaccionó con un salto de la cadera, pero el gesto de evacuación me hundió mejor en ella. Abrió los ojos a la oscuridad, donde yo estaba y no estaba. La luz de un rayo me iluminó la cara y ella me empujó: “¡¿Qué hacés, hijo de puta?!”. Forcejeamos y al cabo de unos segundos pude terminar.

Bajé a tomar agua. Cuando volví, Sara estaba llorando con la luz encendida. No me miraba. Me dijo que no podía entender que le hubiera hecho eso. “Me lastimaste”, me dijo con la voz ahogándose en el llanto. Me quedé helado. Quise abrazarla pero me sacó de encima con el antebrazo. Me dijo que le había dado miedo y que se sintió humillada, y que si bien algunas veces había sentido que no la pasaba bien cuando yo la asaltaba en la noche, esta vez había sido peor.

Quería hablar. Me dijo que no se sentía del todo atraída por mí. En realidad, sentía un impulso pero el impulso se apagaba. Tal vez fuera la edad, no lo sabía. Sí sabía que su falta de interés convertía en violencia mi interés constante. Había creído en la posibilidad de volver a sentirse atraída por mí, pero después de haberla violado se sentía muy oscura y a millones de años luz de esa chance. Le dije que lo que estaba diciendo me parecía una pesadilla. Me dijo: “¿Para mí o para vos? ¿Para el violador o la violada?”.

Le pedí por favor que no gritara porque los chicos podían escucharla y creer que su padre era un violador. La tormenta había cesado y amanecía. Esperar el día despierto y verlo venir para tener que afrontarlo me entristeció. Habría preferido no vivirlo. Recordé la paloma, que era el tema pendiente del día anterior, y bajé a verla, evitando la mirada y la voz de Sara que habían empezado a abrirse camino en el bosque cerrado de la vergüenza.

Seguía en la caja, dormida o congelada en el tiempo. Eran las seis menos cinco en el reloj de la cocina. A través de la ventana vi la gata dando vueltas en ocho sobre el alféizar y deteniéndose cada tanto para mirar hacia adentro. Alcé la paloma y se la mostré. Sus ojos se abrieron y golpeó el vidrio con las garras pero no maulló, supongo que porque en su cerebro se restableció la escena de caza, que llamaba por partes iguales a la violencia y al silencio.

Salí al parque y dejé la paloma sobre el césped. La gata bajó del alféizar y se agazapó. La cola se movía como una serpiente. Estaban a un metro. Pasaron unos segundos y la gata saltó por detrás de la paloma, que de golpe resucitó para defenderse como si desde el primer ataque no hubiera hecho otra cosa que ahorrar energía  para afrontar el segundo. Las alas se abrieron y entre ellas escondió la cabeza. En vano. El radar de la gata la tenía siempre localizada. Esa era la sala de máquinas sobre la que estaba escrita en su sangre la prioridad de los ataques. Le dio unos zarpazos hasta voltearla y le clavó los dientes en el cogote. Las plumas arrancadas en la lucha flotaban en el parque y caían evocando una nevada o, mejor dicho, la idea de una nevada.

La paloma aplaudió dos o teres veces sus alas contra el piso en un último contacto con la vida y cayó con la cabeza ladeada. La gata la arrastró hasta el fondo del parque, trepó la medianera con ella y desapareció. Las dos palomas que habían visto la escena desde la terraza de casa bajaron a inspeccionar al círculo cubierto de plumas, las picotearon y volaron otra vez fuera del radio del peligro.

La luz del día cayó sobre el césped y el manto de cristal que había dejado el rocío. Junté las plumas y las metí en uno de los almohadones del living. Ya eran las siete. Esperé a los chicos y a Sara con el desayuno. Los chicos me preguntaron por la paloma. Les dije que la había visto volar hacia el parque del vecino.


Juan José Becerra (Junín, 1965)

Es autor de los ensayos Grasa (Planeta, 2007), La vaca. Viaje a la pampa carnívora (2007), Patriotas (Planeta, 2009), Fenómenos argentinos (Planeta, 2018); de los relatos de Dos cuentos vulgares (2012); y las novelas Santo (1994), Atlántida (2001), Miles de años (Emecé, 2004), Toda la verdad (Seix Barral,
2010), La interpretación de un libro (2012), El espectáculo del tiempo (Seix Barral, 2015), El artista más grande del mundo (Seix Barral, 2017) y
¡Felicidades! (Seix Barral, 2019).