La cultura del dolor, por Juan Manuel Quiroga


Fragmento del prólogo del libro
Dolor, amor y crueldad (Letra Viva, 2025)
de Carlos Quiroga y Mabel Levato

Sólo ha visto la mitad del universo aquel 
a quien no han mostrado la casa del dolor.
RALPH WALDO EMERSON

Clínica del dolor

En lo que respecta al modo de tratamiento contemporáneo del dolor, hay una marca que se impone, en relación al dolor lo que está impedido es su relato. Al dolor se le ha cerrado la boca, ha sido callado. Y esto modifica su experiencia. Si bien lo asociamos al grito, más que al relato y la narración, no podemos desconocer que ese grito/dolor es fundamental para construir cualquier relato posterior. Un sonido inaugural madre de todos los sonidos, su lugar de vacío fundante. Toda narración comienza con un grito desgarrándole al silencio su eterna perplejidad, interrumpiendo su asfixiante e inerte calma. ¿No provenimos todos de un vagido original, un grito que nos expulsa del paraíso a la existencia y nos rescata del sueño de los padres? En ese grito de niños salimos de la vida intrauterina y todo el mundo nos entra por los pulmones, por la boca, por los oídos. Ese grito constituye un quiasma para siempre indisociable: El dolor de la existencia o la existencia del dolor. ¿Cómo darle lugar a uno sin el otro?

¿Hay una clínica del dolor? Sabemos de una clínica del dolor que, orientada por el discurso médico y alentada en forma desproporcionada por el postmodernismo de un capitalismo tardío, propone una única y sola posibilidad de cómo tratar el dolor, a saber: eliminarlo. Leemos en una publicidad que resulta paradigmática, “el dolor para, vos no”. Así, toda dolencia, en lugar de ser aprovechada como una invitación a detenerse, a frenar o reflexionar, a construir un tiempo para crear las condiciones que permitan modificar aquello que la produce, es por el contrario un estorbo. Pensado respecto del ideal de productividad que reina en estos tiempos, el dolor debe ser eliminado. Y no con trabajo. Al contrario. El dolor debe ser eliminado sin el menor esfuerzo y con la mayor rapidez posible para que, así, uno pueda seguir explotándose a sí mismo con total libertad. Y no se trata aquí de desconocer o negar los beneficios de los analgésicos y las anestesias, sino de poder ubicar su imbricación en los discursos de época y en el modo en que, ligados al ideal mencionado, forman un tipo de subjetividad muy singular. Toda una “cultura del dolor”, al decir de Morris.             
              La medicina tradicional y la religión le daban al dolor otro lugar. Pero la construcción histórica de las formas en las que atravesamos y tramitamos el dolor podrá ser tema de futuras investigaciones.
              La pregunta es por una clínica en el sentido analítico del término. ¿Cómo se trabaja con el dolor psíquico? ¿Qué tratamiento le damos al dolor, y qué efectos tiene este modo de tratar el dolor en los lazos sociales, en el encuentro con esos otros significativos, y con el cuerpo? Sin lugar a dudas, pensar el dolor es pensar qué cuerpo es el que está o no afectado. El cuerpo somático, pero también el cuerpo de la experiencia, el cuerpo psíquico.


              Carlos Quiroga sitúa que el dolor es el primer afecto y estructura el psiquismo, permitiendo al sujeto despertar de la alucinación primordial e instaurando la represión. Uno podría diferenciar, sin desperdiciar su tiempo, dolor de duelo, de sufrimiento, de pena, de angustia, etc. Sin embargo, a nivel estructural se trata, en un primer momento, de una angustia-dolor originaria ligada a la indefensión (hilflosigkeit) que da lugar al traumatismo. A diferencia del dolor por la pérdida de objeto y la posterior angustia como peligro que tal pérdida supone —angustia que queda inscripta como temor a la pérdida de amor— este dolor es un primer afecto del fracaso de la alucinación. En otras palabras, lo que queda como saldo de la experiencia de dolor es un peligro real de que este se repita. ¿Y qué sucede si no podemos articular la represión ante el dolor?
              A menos recurso sobre esta angustia-dolor ligada a la indefensión (hilflosigkeit), se abren paso otras defensas, principalmente: la desmentida, que parece ser la defensa imperante en la época. A mayor esquizia menor represión. A menor división del sujeto, mayor esquizia del yo.
              Carlos nos advierte que, contrariamente a lo que parece, el “yo” postmoderno no es un yo fuerte y poderoso. Dado que el “yo” no se divide, sino que se escinde, es que se lo encuentra estallado por todos lados, hasta quedar autoexplotado, es decir: ofrecido al imperio del superyó. Más rígido y más amenazado, desconociendo que su existencia se la debe al otro. Y cuanto más se afirma individual y autónomo, más se aliena. Cuanto más pretende ser un libre pensador, más se hipnotiza. ¡A mí nadie me va a decir lo que tengo que pensar! Y es que ¿de dónde nacen los pensamientos? ¿Surgen de uno mismo? Ese delirio de originalidad nos deja miméticamente sujetos a los discursos de época, mientras los creemos autogestados. Las ideas siempre son del Otro. Lo original es el modo en que nos las podemos apropiar. Y la única distancia que es posible tomar es la que surge de someter mis ideas al debate con otros y disponerme a ver cuán alienado estoy para poder cambiarlas. Como decía Woody Allen “puedo no estar de acuerdo con lo que pienso”. En la misma línea, Horacio González decía: “seamos coherentes, banquémonos la contradicción”. Toda otra posición es anorexia mental. Que nada me venga del otro, que lo otro no me contamine. 

El otro, en su otredad radical, desaliena mucho más que lo que nuestro fantasma de sumisión proyecta. Aunque parezca que hablamos de otra cosa, es sobre si hay división del sujeto, lugar al conflicto psíquico (que banca la contradicción) o esquizia, porfía (sostener mi posición valga lo que valga). Toda conversación en esos términos es una guerra.

Así este “yo”, agresivo y loco, se ofrece en sacrificio al súper yo que –como buen sadiano– siempre le pide “un esfuerzo más”.

La clínica freudiana en su sentido tradicional, cambió. Hoy no es lo más corriente poder orientarse por el síntoma en tanto este es una solución de compromiso entre el deseo y la defensa, y que, fundamentalmente, divide al sujeto y lo interroga. Aquella clínica organizada principalmente por la represión y su retorno, que permitía el trabajo asociativo del analizante y el desciframiento del sentido del síntoma, se ha visto radicalmente alterada. 

En su lugar, hoy abundan fenómenos que no se organizan como síntomas, que no remiten a Otra escena, ni despiertan asociaciones. Son fenómenos refractarios a la interpretación. Por esto es que el método requiere una variación. Hoy encontramos al comienzo aquel real del síntoma que antes se encontraba al final del análisis y por desgaste del trabajo analítico. Ese grano de arena de la perla psiconeurótica —recordemos que la neurosis actual es lo actual de cada neurosis— entorpece el trabajo desde el inicio. 

Hay en la primera parte de la enseñanza de Lacan una suerte de “desvío saussuriano” al decir de Carlos Quiroga, en donde la noción de representación de Freud queda absorbida por la de significante. La teoría de la representación es más amplia que la del significante. Es que si bien, la lectura de los textos de Freud vía la lógica estructuralista de la lingüística saussuriana ha permitido desarrollos y avances difícilmente exagerables en su valor tanto clínico como teórico y político, no es menos cierto que el pegoteo de ambos conceptos produjo sus cegueras. Un ejemplo es la posibilidad de pensar estos fenómenos que venimos mencionando, en relación a lo que Freud llamó “representaciones de cosa” y su pasaje al cuerpo sin anudamiento a las “representaciones de palabra”.

 Hoy emergen otras subjetividades que aquellas que reinaron en el siglo XIX con la histeria como protagonista. Ya no es el cuerpo de la histeria el que habla con el síntoma. Esa lengua del cuerpo que emergía a través del significante y que Freud supo escuchar, ha abandonado la escena. Hoy la clínica aloja nuevas formas de sufrimiento en nuevos formatos y presentaciones como: ataques de pánico, cuadros de asfixia, expresiones psicosomáticas, anorexias, o adicciones, por nombrar algunas. 

El incipiente capitalismo industrial y sus efectos en épocas de Freud es bien distinto al de las épocas de Lacan e incluso al que ocurre hoy día con el estallido de un post capitalismo financiero. Y esas modificaciones en el discurso a su vez se verifican en los modos de sufrir. 

Haciéndonos eco de los dichos de Lacan —que en el 79 y ante la pregunta de si Freud ya estaba superado responde: “cómo va a estar superado si aún no lo hemos entendido”— debemos buscar con humildad elementos para pensar esta clínica a partir del primerísimo Freud. Es decir: por la vía de interrogar el dolor, el amor y la crueldad, con los primeros textos de Freud, por ejemplo, en las neurosis actuales, o repensando la noción de “representación de cosa”, en un esfuerzo de incorporarlo a nuestra lengua castellana.

Cómo plantea Santiago Ragonesi “pensar el psicoanálisis en nuestra lengua, para que no se transforme en un psicoanálisis “como si”, que tenga algo de impostado”. Es fundamental pensar el dolor en la idiosincrasia, en los nervios de nuestra lengua y nuestra época.

La cultura del dolor

Hoy algunas cadenas de farmacias se han transformado en verdaderos supermercados de las anestesias. Uno ingresa y tiene un changuito a su disposición para recorrer las góndolas y llenarse de analgésicos de todo tipo, y al por mayor. 

Incluso antes de estudiar a Morris o Le Breton, es fácil reconocer que el dolor es una experiencia que no puede reducirse a las bases neurofuncionales y sus circuitos de neurotransmisores. El mito de los dos dolores, o el dualismo de unos dolores físicos y otros mentales, representa un sueño psicológico que desconocería a la pulsión y su lugar fronterizo entre lo anímico y lo somático. Hay sobrados ejemplos de cómo el interjuego es constante. El disfrute en el dolor de los atletas de alto rendimiento difícilmente pueda pensarse como masoquista. Lo mismo la tolerancia a ciertos dolores físicos en las personas en situación de calle o el dolor crónico de enfermedades, las experiencias de personas que han sobrevivido a situaciones de tortura, las crecientes manifestaciones llamadas cortaderas que implican autoflagelos para calmar un dolor anímico más que para producir placer en el dolor físico, entre otras formaciones. 

El dolor es una experiencia subjetiva marcada por los discursos de la época, por la cultura, la historia, y las experiencias individuales. Pero desde el psicoanálisis nos orienta la indagación sobre el lugar estructurante de la experiencia del dolor en la constitución del aparato psíquico, es decir, del sujeto.

Carlos Quiroga afirmaba que rechazamos el dolor y que el mayor dolor es amar. No en el sentido romántico imaginario como lo llamaba Freud, un Flirt norteamericano, sino el amor como lazo al otro que se orienta por la realización de su ser. Ese es un amor a pura pérdida. Se ama para perder y no para “gestionar las emociones”, o “invertir en la pareja”, como rezan los lenguajes empresariales que se filtran en los vínculos y a los que uno no sabe si analizar o darles un curso de educación financiera. El amor es dolor porque es a pura pérdida. Dar lo que no se tiene a quien no lo es. Cuando uno ama quiere que el otro gane, desprovisto de toda ilusión de reciprocidad. Ahora bien. ¿Qué consecuencias tiene este rechazo?

Asistimos al momento de la historia con los índices de depresión más elevados. Sin embargo, la depresión no tiene el rostro ensombrecido de Durero, donde mente y cuerpo se ven reducidos a un estado de inercia. Más bien vemos su respuesta ansiógena, la del eterno movimiento. A diferencia de aquella epidemia de peste bubónica que precedió a otra de profundo tedio, llamada Spleen, la salida de esta última epidemia que hemos vivido parece haber acelerado un tipo de depresión profunda que lleva a no poder parar. De nuevo el slogan del principio: “El dolor para, vos no”; forma se asemeja cada vez más a lo que Freud nombraba como neurastenia: una neurosis que se caracterizaba por estados de gran cansancio e irritabilidad reactiva. “Matado” y “enojado” es la forma más extendida de respuesta ante un simple: ¿Cómo estás? 

¿No es acaso la famosa ansiedad un modo de evitar la angustia? Una respuesta fallida donde el dolor no puede progresar a otras formas, como la tristeza, el anhelo, la nostalgia, o el amor. Si la angustia es verse reducido a un cuerpo, la ansiedad es una forma de no estar, de permanecer en continuo movimiento con el mismo grado de depresión, pero sin poder parar.

Dos afirmaciones. Una de Freud y otra de Lacan. Comencemos por Freud. Cuando trabaja el malestar en la cultura nos dice que en el camino a alcanzar la felicidad y mantenerla nos encontramos con tres obstáculos. Ubica dos costados de esta tendencia, uno positivo y uno negativo. Por un lado, la búsqueda de felicidad consiste en procurar la ausencia de dolor y displacer (unlust), por el otro vivenciar intensos sentimientos de placer. Este segundo sería propiamente la felicidad. Pero decíamos tres obstáculos, tres amenazas de sufrimiento de infelicidad (Ungluck). Primero el cuerpo “propio” (Eigenen), que destinados a la ruina y la disolución no puede prescindir del dolor y la angustia. Segundo obstáculo el mundo exterior que puede abatir sus furias sobre nosotros, con sus catástrofes devastadoras a las cuales no podemos hacerle frente. Y por último la tercera fuente de sufrimiento, que haría a la felicidad incapaz de sostenerse en el tiempo son los vínculos (Beziehungen) con los otros. El término en alemán remite al lazo (lien) a los otros en tanto que significativos. Podríamos decir a los otros del amor. Los malos entendidos, las desilusiones, las pérdidas. 

Paradójicamente esas fuentes son las únicas por las cuales podemos obtener placer. En lugar de crear modos de hacer con lo impropio del cuerpo, con la pérdida que supone amar, con la indefensión ante el mundo, la respuesta parece que es no procurar la felicidad sino alejar al dolor. Ya Freud advertía como la anestesia y las drogas podían ganar lugar en esa promesa.

Un malestar producido por el estar con otros, y por el irremediable deterioro de un cuerpo que no nos pertenece y del cual a veces solo nos enteramos de su existencia a través de un dolor, como lo puede ser un dolor de estómago. Pero ausentarse del cuerpo, la cyborización del mismo, la mutilación en vías de un ideal de juventud y belleza son estrategias que sólo profundizan el malestar. La fantasía postmoderna es decirle ¡chau! al cuerpo. Guardar nuestra mente en un USB y cambiar de cuerpo como de funda.  El malestar es irreductible, no se trata de eliminarlo, sino de su tratamiento. Síntoma es el nombre que le damos al tratamiento siempre fallido de eso ingobernable, de eso incivilizable por el lenguaje. A ese tratamiento que se le da a ese goce que anida en el lazo a los otros, y en la relación al cuerpo. 

El malestar será por estructura de toda cultura, pero cada cultura debe precisar las coordenadas propias de su malestar. A nosotros nos toca situar el malestar en nuestra época.

Para eso nos apoyamos en la afirmación que al comienzo anticipábamos y que corresponde a Lacan y articulamos a lo dicho sobre Freud. Él nos dice que “el capitalismo rechaza las cosas del amor”. El capitalismo promete un discurso sin pérdida, por lo tanto, rechaza al dolor y lo anestesia todo. Ese rechazo, indefectiblemente expulsa al amor, dado que no hay amor sin duelo. Sin amor solo queda paso a la crueldad. Si se rechaza el dolor y por lo tanto ya nadie se anima a amar, triunfa el odio. Lacan nos dice que vivimos en la civilización (cultura) del odio, y esto es porque lo ejercemos sin vivir la experiencia de ese ejercicio. Como si odiáramos sin la experiencia de odiar, sin estar afectados por ese odio; se ve el triunfo de la esquicia, ¿no? El ejercicio de la crueldad con su goce correspondiente se ve protegido en el anonimato de las redes dado que no encuentra la contrapartida de experimentar el dolor o el daño que ese ejercicio causó. 

Si el capitalismo rechaza las cosas del amor y encontramos en ese rechazo, el rechazo del dolor, entonces solo queda lugar para la crueldad. Crueldad sin sangre, la llamaría Nahuel Krauss. Recuerdo en este punto a Primo Levy que decía, a propósito de su experiencia en el campo de concentración Nazi: “¿cómo puede un hombre azotar un látigo sobre otro sin la más mínima cólera?”. Esa es la crueldad postmoderna.

Una subjetividad Walking Death 

Es como si a aquella pregunta que surge del Filebo de Platón “Me gustaría saber si uno cualquiera de nosotros consentiría en vivir si poseyera sabiduría y mente y conocimiento y memoria de todas las cosas, pero carecería de todo sentido del placer y del dolor y no fuera afectado por esos sentimientos u otros semejantes.”  En la actualidad, el postmoderno responde afirmativamente, consintiendo a no sentir. Ya no se trata tanto la búsqueda de placer inmediato como de la anestesia del dolor. Pero sabemos, la anestesia nunca es del todo selectiva. Comienza insensibilizando el dolor y termina anestesiándolo todo. Quizá sea a consecuencia de este progreso que empezamos a hablar de una subjetividad walking death. La aparición de series y películas, en lugar de ser el capricho individual de un puñado de directores, quizá sea el reflejo de estas operaciones que venimos pensando. Por otro lado, tal vez seamos nosotros los protagonistas de esas series y películas, más que los actores. Después de todo, rechazar el dolor y a partir de allí todos sus subrogados: las pérdidas, las heridas, las angustias, los duelos, es en definitiva rechazar la muerte. Y sabemos lo que Freud nos advierte cuando rechazamos la muerte: “…ese rechazo trae por consecuencia muchas otras renuncias y exclusiones… esta actitud hacia la muerte tiene un fuerte efecto sobre nuestra vida. La vida se empobrece, pierde interés, cuando la máxima apuesta en el juego de la vida, que es la vida misma, no puede arriesgarse. Se vuelve tan insípida e insustancial como un flirt norteamericano en que de antemano se ha establecido que nada puede suceder a diferencia de un amor en el Continente, donde ambas partes deben tener en cuenta las más serias consecuencias.” 

Primum vivere, la vida como valor supremo, nos decía Lacan. Ya nadie muere de vergüenza. La vergüenza introduce un límite a este primum vivere. No vale vivir a cualquier costo, debemos hacer que la vida valga la pena, y para eso hay que arriesgarla, hay que poder amar y no rechazar el dolor. “Navegar es preciso, vivir no lo es”. Poder dejar de ser muertos vivientes, para poder ser vivos murientes.

Esto encuentra su máxima expresión en Estados Unidos Philadelphia en “la ciudad Zombi” donde un barrio entero se formó una comunidad que consume fentanilo —un opiáceo derivado de la morfina— que se utiliza como anestesia. Allí se puede ver personas paralizadas en la calle, tiradas en el suelo, encorvadas y con los miembros superiores rígidos. Todo un cuadro escénico que emula las películas de zombis. Consecuencias de estar bajo el efecto de esta sustancia. 

Habrá que pensar cómo en el capitalismo se pasó del fantasma del vampiro —donde se ponía en juego cierto ideal de eternidad representado en la mordida en el cuello que busca vida succionando y erotizando… la evitación del sol y la salida nocturna para ocultarse, el conocimiento de historias y su refinado intelecto— al fantasma zombi, que se destaca por su deterioro cognitivo, la mordida que arranca, despedaza y traga sin velo, a plena luz del día.

Es una oportunidad para pensar el problema del sujeto y la subjetividad de la época, en las coordenadas situadas del dolor y su deriva al amor, o la crueldad, según si se lo rechaza impidiendo que se articule la represión y dando lugar a la ferocidad de otras defensas, o no

Nos quedan los textos…

Es el primer texto en relación a mi padre que escribo luego de su partida. Esto me ha permitido no ahorrarme el dolor y escribir con mucho amor hacia lo que he recibido de él, para hacer(lo) mío. 


Juan Manuel Quiroga (Buenos Aires, 1983)

Psicoanalista. Miembro fundador del Centro de Lecturas Debate y Transmisión. Institución declarada sitio de interés por el senado de la nación por su tarea de investigación y difusión del psicoanálisis y su relación a otras disciplinas como el arte, la filosofía, y la literatura. Se desempeָñó como director de la institución por tres mandatos. Impulsor del movimiento Psicoanálisis en lengua castellana. Licenciado en psicología. Maestrando en psicoanálisis. Docente por la Universidad Nacional de Lomas de Zamora en la Cátedra de Psicología Psicoanalítica y Psicología General. Coordinador del grupo de lectura Los nietos de Masotta. Presidente y Director de Promover Asociación Mutual. (Centro dedicado a la atención y asistencia de personas multidiscapacitadas, enfermedades neurológicas, T.G.D. y enfermedades del espectro autista, en diferentes programas y dispositivos. Hogar con Cet, Cet y consultorios externos). Ha escrito diferentes libros en colaboración y publicado artículos y textos en diferentes revistas.