La obscenidad en el erotismo, por Mariano Bello


Es sabido que para Freud religión, moral y sentimientos sociales fraternos  tienen un mismo origen: el asesinato e incorporación caníbal del mono macho que funda retroactivamente al padre como muerto. En el capítulo III de El Yo y Ello agrega que aquellas tres consecuencias representan lo más “elevado del ser humano”, indicando cierta Aufhebung y progreso en la espiritualidad con respecto al origen criminal supuesto. Nosotros podríamos agregar que ese orden totémico, que sigue al asesinato primordial, funda también una política, una economía y un erotismo como representantes de “lo más bajo” del ser humano, orden que continúa eficaz bajo  aquellas formaciones mayores del ideal. Dentro de los distintos modos de tratamiento de esos restos del festín, nos interesa particularmente el erotismo. Este erotismo totémico, que inviste lo animal en el humano y lo transforma en causa del deseo sexual, está ligado, como también se sabe, a lo obsceno.

Freud teoriza en Tótem y Tabú,  a la par que el vacío fundante del padre muerto, un padre animal, una “parte maldita” que sobrevive espectral en la civilización de la ley. Justamente, en una de aquellas entregas de quirogapresencia, Carlos Quiroga definía al padre freudiano como un exceso, un escándalo. Articular una dimensión del padre a la economía del excedente permite comprender el nexo que liga el erotismo humano a lo obsceno, o mejor aún, que funda lo obsceno como un pliegue permanente de la excitación sexual.

La cosa que inspira asco señala una frontera; muestra un límite que interesa no solo a la perversión sino a la común perversidad neurótica, puesto que pone en evidencia las condiciones estructurales del deseo sexual. En Los 120 días de Sodoma, Sade escribió: “Está probado además que lo que gusta en la erección es el horror, la bajeza, lo horrible: ¿dónde se lo encuentra mejor que en un objeto viciado? Ciertamente si lo que gusta en el acto lúbrico es la cosa sucia, cuanto más sucia esté más debe gustar”. El decoro, el sentimiento de pudor y la necesidad del velo confirman la presencia permanente de lo obsceno en el fondo de todo intercambio social. Esta presencia inquietante se olvida en el momento en que es ocultada por la propia excitación sexual. En ella el deseo, repentinamente cegado en el velo del fantasma, encuentra su potencia. La obscenidad no dejará de aparecer en cuanto caiga de nuevo la excitación. La cosa repugnante se muestra entonces en lo que se deseó y debe entonces, una vez más, ser apartada, escondida u olvidada. 

¿Por qué hay obscenidad en el erotismo? ¿Cómo se explica que lo que produce asco pueda ser excitante?

La pulsión anal parece particularmente importante para abordar este problema. Como muy bien señala Gerard Pommier en El orden sexual, el valor de repulsión de los excrementos no es un fenómeno natural y, obviamente, no se encuentra en los animales. Hay ciertas formas de psicosis en la que los excrementos parecen ser un objeto de atracción irresistible. Ese gusto pronunciado por el excremento es de un gran alcance clínico porque permite preguntarse si las deyecciones humanas no estarán investidas por cierta dimensión paterna. Dice Gerard Pommier: «Ante una amenaza última que pesa sobre su existencia, el psicótico todavía puede tomarse amorosamente del excremento como del único cadáver paterno al que poder amarrarse». ¿No es acaso la obscenidad un límite al horror?

En el lenguaje corriente la palabra grosera es a menudo excremencial. Esta escatología porta un valor erótico indudable y algunas de estas palabras, dichas en la intimidad, funcionan como una especie de revés secreto del nombre del padre y ligan la indecencia, lo prohibido y la transgresión al goce sexual. 

En la neurosis obsesiva el valor paterno del excremento es la fuente del erotismo anal. La retención y la expulsión de las heces da ocasión a una batalla contra la feminización del padre, y en el Hombre de los lobos Freud deja claro que mediante el erotismo anal se alcanza la identificación con la mujer de la escena primaria. Esta identificación no convierte a un varón en homosexual sino que, más bien, lo obliga a exigir una rígida “condición erótica”  para acceder a las mujeres.

Hay también, por supuesto, una relación entre ciertos tipos de carácter, el erotismo anal y la cuestión paterna. Como dice el antiquísimo poema escadinavo que cita Marcel Mauss en Ensayos sobre el Don; el avaro teme recibir regalos. No puede dar porque antes no puede recibir, y recibir tiene la marca del exceso fálico paterno. En este punto, el erotismo totémico precisa ligarse a la economía del don, que es la economía del gasto inútil y la que permite interrumpir la acumulación de un exceso mortificante. Muchos problemas de la sexualidad masculina, desde la eyaculación precoz, la imposibilidad de eyacular, hasta la eufemística “falta de deseo”, tocan este punto en el que lo obsceno se liga o no con una economía del don.          

Cuando una madre demanda a su hijo alimentarse, su ofrecimiento está articulado con el deseo pero también con un goce. Si el niño acepta la comida propuesta, hace gozar: se identifica pasivamente con el falo. Todo podría detenerse aquí, con el niño  momificado en ese cuerpo hipnoide, aspirado a suturar la falta de su madre. Este primer “ser para el goce” debe rechazarse en el sentido de la expulsión primordial.  Aceptar el alilmento es aceptar el origen incestuoso sin el cual nada comienza, rechazarlo, afirma la existencia del sujeto. La repulsión y el asco caerán sobre esa parte de goce rechazada, expulsada, vomitada. Puesto que se lo rechaza, ¿ no hay que suponer la existencia de un responsable de tal goce?, ¿no es esta atribución la que provoca la existencia de un padre mítico? Este padre responde a la necesidad de que al menos uno esté a la altura de ese goce y lo lleve tras de sí, fuera de la escena del mundo. Su existencia separa y junta  el mundo y lo inmundo. ¿No aparece un padre temible y repugnante a través de todo lo rechazado del cuerpo? 

Hay una dimensión totémica que inviste la cosa obscena desde el momento mismo que es expulsada. En ese lugar separado y oculto se mezcla lo sagrado y lo abyecto. Allí se marca la materia fantasmática que rige, todavía hoy, los escasos guiones del erotismo humano. ¿De qué está hecha la escena erótica sino de los restos del sacrificio que aún no se elevan al cielo donde reina el padre espiritual? ¿Acaso no retorna en cada escena sexual el animal sagrado en busca de su muerte?

Un analizante varón sueña un sueño casi vacío en el que solo se escucha un grito atronador que lo despierta. Este particular sonido, sin duda, provenía de un antiguo recuerdo cuando de niño presenció el sacrificio de un cerdo y escuchó el gruñido desgarrador que le provocó el corte que le daba la muerte. La inocencia del niño que ve la escena no oculta la evocación al sacrificio al animal sagrado, del crimen del que no hay memoria, pero sí el testimonio de la culpa. Ese animal que moría lanzó un grito que fue interpretado sorpresivamente por el analista como el grito de un orgasmo. En el efecto de estupefacción que causa la interpretación, en esa suspensión temporal del instante, el sonido cambia súbitamente de cualidad y el grito del animal se transforma en el grito del orgasmo de una mujer, oculto, tras la muerte de esa especie de padre totémico. Quizás en ese gasto inútil del grito el espacio cerrado del erotismo fantasmático encuentra su más allá. Ese más allá no es más que el pliegue de lo femenino recubierto por el padre-animal que muere, y cuyo último velo es la obscenidad. ¿Es el asco y el repudio por lo femenino un límite infranqueable?  La interpretación del analista permite hacer resonar la escena primaria detrás del parricidio, el origen se vuelve incierto, el grito del orgasmo hace oír a una mujer en la madre. 


Mariano Bello (Córdoba, 198o)

Creció en Corral de Bustos y vive desde fines de los 90 en Rosario. Es psicoanalista. Docente de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Rosario. Vicepresidente del Centro de Lecturas: Debate y Transmisión. Coordinador del Grupo Savoy.